Jorge IV
Michael Hines fue muerto a tiros en 1843. Enseguida se pensó en Manuel Oribe, que mataba de vez en cuando por mandato de Rosas a los disidentes emigrados a la Banda Oriental. Pero aparentemente no fue él, puesto que Oribe tomó a dos presuntos asesinos y los fusiló a pesar de los ruegos de la propia viuda en su favor. Ella misma alude a una fragata inglesa que entró al puerto y luego desapareció. A partir de este crimen hay investigadores que dicen que Hines fue muerto porque era el primogénito de Jorge IV, de su casamiento anulado con la bella y católica María Ana Fitzherbert (1785). Dado que su matrimonio posterior no trajo un heredero, la corona pasó a los primos protestantes, puesto que si se lo reconocía a Michael Hines hubieran tenido Rey católico.
Colonia
del Sacramento, 22 de agosto, 1843
A Don Manuel Oribe en propias manos
A Don Manuel Oribe en propias manos
No le agradezco, Oribe, su orden. No calma mi pena por la muerte de Miguel. La
aumenta con el sentimiento de causar más dolor y a usted la pérdida de dos de
sus soldados.
Tal vez, a fuerza de batallas, usted le da a la muerte valor de intercambio, para conseguir algo. Las mujeres, que siempre sentimos a los hombres como hijos o como novios o como hermanos, vemos a cada uno tan valioso que no puede trocarse por nada. Ni por una victoria más ni por un enemigo menos.
Miguel ha muerto. Privado está de la vida -que tan bien usaba- y yo privada de él. Ahora es así. Tengo que aprender a vivir sin su presencia. Las venganzas no ayudan: ni pensar en ellas ni cometerlas. De nada resarcen.
Es cierto que además del dolor, a todos en casa nos ha dado miedo su asesinato. Miedo, como dan los misterios. Era querido y bueno. Y lo han matado. Pero no se nos pasará el miedo ni el dolor porque usted mande fusilar a esos dos hombres.
Tal vez, ni siquiera lo asesinaron ellos. La noche del crimen se vio una fragata inglesa, me han dicho, fondeada cerca del puerto. Al amanecer ya no estaba. Eso es parte también del misterio y del miedo.
Sé que usted interviene en esta aflicción de mi familia a instancias de Norberto. Conozco la amistad que lo une a mi yerno. No se deje obligar por ese afecto. Norberto demanda justicia por la muerte de mi marido. Yo lo excuso, general, de pretenderla. Matar es sólo un miedo hacia algo que pretendemos suprimir; pero nunca la justicia acompaña a la muerte ni hay justicia que la repare.
Muertos, sus hombres quedarían -según este último renglón escrito de sus vidas- signados como criminales. Vivos podrán hacer algo que los redima, si lo fueron. Escúcheme, aunque ellos fueran los asesinos -que no lo sé- me basta perdonarlos. Deles esa oportunidad, don Manuel. No los fusile.
María Hines
Tal vez, a fuerza de batallas, usted le da a la muerte valor de intercambio, para conseguir algo. Las mujeres, que siempre sentimos a los hombres como hijos o como novios o como hermanos, vemos a cada uno tan valioso que no puede trocarse por nada. Ni por una victoria más ni por un enemigo menos.
Miguel ha muerto. Privado está de la vida -que tan bien usaba- y yo privada de él. Ahora es así. Tengo que aprender a vivir sin su presencia. Las venganzas no ayudan: ni pensar en ellas ni cometerlas. De nada resarcen.
Es cierto que además del dolor, a todos en casa nos ha dado miedo su asesinato. Miedo, como dan los misterios. Era querido y bueno. Y lo han matado. Pero no se nos pasará el miedo ni el dolor porque usted mande fusilar a esos dos hombres.
Tal vez, ni siquiera lo asesinaron ellos. La noche del crimen se vio una fragata inglesa, me han dicho, fondeada cerca del puerto. Al amanecer ya no estaba. Eso es parte también del misterio y del miedo.
Sé que usted interviene en esta aflicción de mi familia a instancias de Norberto. Conozco la amistad que lo une a mi yerno. No se deje obligar por ese afecto. Norberto demanda justicia por la muerte de mi marido. Yo lo excuso, general, de pretenderla. Matar es sólo un miedo hacia algo que pretendemos suprimir; pero nunca la justicia acompaña a la muerte ni hay justicia que la repare.
Muertos, sus hombres quedarían -según este último renglón escrito de sus vidas- signados como criminales. Vivos podrán hacer algo que los redima, si lo fueron. Escúcheme, aunque ellos fueran los asesinos -que no lo sé- me basta perdonarlos. Deles esa oportunidad, don Manuel. No los fusile.
María Hines