“Memorias del Bon Marché”
Ernesto de la Cárcova, el Banco de la Ciudad de Buenos
Aires y el Judío.
La vida avanza de una forma peculiar, no como se cree
vulgarmente o sea en forma rectilínea y lineal hacia adelante, no, la vida avanza
con un movimiento circular excéntrico. Ese movimiento espiralado va enredando
las trayectorias de vida de quienes
están circunstancialmente cercanos, y creando con el paso del tiempo
complicidades y resultados simbólicos inesperados. Por Ernesto de la Cárcova
siento una gran simpatía, derivada del hecho de haber sido durante doce años
Rector de la Escuela Superior de Bellas Artes que lleva su nombre, una primera
cercanía que no es la única, porque mi bisabuelo, Vicente Ferrer Demaría, lo
conoció y trató mucho entre los años 1897 a 1909, cuando fue administrador del
Antiguo Bon Marché, hoy Galerías pacífico.
Vicente administraba todo el complejo donde estaban: El
Museo Nacional de Bellas Artes, la Academia Nacional de Bellas Ares, la Colmena
Artística, el Ateneo y muchas otras actividades e instituciones. Vivía mi
familia en el tercer piso, junto a Schiaffino, Sívori, Víctor de Pol, Arturo
Dresco y muchos otros. Algunos daban clases en su taller, otros vivían, pero casi nadie pagaba los alquileres
y los ingleses perseguían a mi bisabuelo, para que los cobrara o echara a los
artistas nacionales a la calle Florida.
Ernesto de la Cárcova y Eduardo Sívori se alternaron en
los cargos rentados y semillero de alumnos privados, de Director y Vicedirector
de la Academia de Bellas Artes y participaban como expositores de los salones
del Museo contiguo y tenían los talleres privados arriba. Se podría decir que
era la Corporación de los Artistas Nacionales concentrada en el Antiguo Bon
Marché.
Con Ernesto de la Cárcova, además de las exigencias de
que pagara el alquiler de la Academia, a mi bisabuelo lo unía otra pasión al
coleccionar medallas y ser de la Cárcova un medallista eximio. Y fue por eso
que, en 1909 le compró la medalla o plaqueta que ilustra la imagen. Le compró o
la recibió en parte de pago de deudas que los llevaron en ese año de 1909 a
todos de patitas en la calle Florida, a los artistas y a mi bisabuelo también,
que se mudó a la localidad de “Florida” en Vicente López. Un genio el viejo
Vicente, se llevó los libros copiadores que hoy contienen la historia secreta
del Bon Marché y los tengo yo en mi escritorio, que era el suyo en realidad.
En esa plaqueta diseñada por Ernesto de la Cárcova
confluyen otra vez los nudos que la vida en su permanente derivar helicoidal va
acumulando. En su cara principal, donde se ve a la recordada niña con la
alcancía en el acto de ahorrar, está el nombre del Intendente Manuel Guiraldes,
padre del escritor. Entre ambos, responsables de la baldosa correspondiente a
San Antonio de Areco, en la azotea del imaginario argentino. Mi maestro Antonio
Pujía modeló un estupendo busto de Manuel Guiraldes, que junto a una obra de
Aurelio Macchi y otra de Arrigutti, nos tocó tallar a Helios Buira y a mí en la
década del 70, bajo la dirección del Maestro de Talla Ramón Castejón. Fue por
un encargo masivo de intendentes, éramos jóvenes y tallábamos el desbaste
grueso y medio, quedando para Ramón el último centímetro de mármol de carrara.
Aprendimos esa vez, a pasar del yeso al mármol con la cruz de pasado a puntos
inventada en el Renacimiento, un pantógrafo tridimensional. Debajo de Manuel
Guiraldes aparece un Joaquín Vedoya que no es pariente mío, al corresponder a
una familia correntina, siendo nosotros de Salta. Pero Joaquín es un nombre
común también en nuestra familia.
En el dorso de la medalla, con una delicadeza de modelado
exquisita, de la Cárcova representa una escena sorprendente: la Ciudad de
Buenos Aires, personificada por una virtuosa mujer con el escudo capitalino en
el pecho, entrega en préstamo una pequeña bolsa de dinero a una pobre mujer
acompañada por una niña.
Al mismo tiempo y con un gesto enérgico, la Virtud
capitalina extiende su mano izquierda y rechaza a un Judío caracterizado con
todos los lugares comunes: con atuendo medieval de túnica larga, con sombrero y
la correspondiente barba, además de la nariz y una mano aparecida entre los
paños. La Ciudad virtuosa reemplaza al usurero Judío en la noble acción de
prestar al pobre, la ayuda necesaria para su subsistencia.
Detrás de la escena, se ven estanterías con todo tipo de
objetos empeñados o dejados en consignación para su venta. Como ahora están en
ese lugar las alhajas de mamá, las pocas piedritas que quedan y que cotizan más
o menos los impuestos impagos del viejo caserón, que justamente construyó
Vicente Ferrer Demaría, con los sueldos que le pagaban los ingleses por
administrar el “Bon Marché”.
El “Monte Pío” o Banco Municipal de Préstamos o Banco
Ciudad, es amigo mío, tienen obras mías en su colección y financiaron la mejor
exposición que hice en mi vida en el Centro Cultural Recoleta. Pero justamente
porque es amigo mío el Banco Ciudad, le tengo que decir que la banca y el
capitalismo moderno lo inventaron los judíos justamente en la Edad media, al
inventar la Letra de Cambio y con ella el mercado terciario, o sea financiero y
trasnacional. Inventaron el mercado al instalar por toda Europa un sistema
coordinado de Ferias, que sucedía una a la otra y a través de las cuales la
Judería entretejía lo que ahora es el Mercado Común Europeo. La principal feria
medieval de todo el sistema era la de Praga, Gueto con el cual los Nazis,
siglos después, se ensañaron especialmente. Pero los judíos tampoco se quedaron
contentos con haber creado el capitalismo moderno y quisieron crear a su
antídoto, el socialismo, en el cual los principales teóricos fueron judíos y
lideraron además la Revolución Rusa, hasta que llegó el antisemita Stalin, que
purgó fusilando y confinando a los judíos anticapitalistas.
Es cierto que era otra época, que el antisemitismo
rampante del que hacen gala todos los nombrados en la medalla era cosa de todos
los días, para todos, desde Figueroa Alcorta a Ernesto de la Cárcova, desde
Guiraldes a los coleccionistas como mi bisabuelo que atesoraban la medalla del
Judío; es cierto que era un antisemitismo explícito y vulgar. Pero llama la
atención en una medalla oficial y de la mano del socialista Ernesto de la
Cárcova. Porque es el autor de la pintura emblemática “Sin pan y sin trabajo”,
estandarte del Arte Social en la Argentina. Fue de los primeros progresistas
que inundaron los Centros socialistas y proletarios, coincidencia obrerista con
otro Becario en Europa: Pío Collivadino, autor a su vez de la otra baraja
obrera del Museo Nacional: “La hora del almuerzo (obrero)”. Coincidencia
socialista también con Roberto Payró, Eduardo Schiaffino, compañero de
aventuras en el Bon Marché y con el médico J. B. Justo. Aunque Rubén Darío
decía: “Veo en Ernesto de la Cárcova un dandy y veo un socialista”, y creo que
por ese lado más complejo vamos mejor.
En realidad la familia de la Cárcova de obrera tenía
poco, llegada en época de la Colonia desde Cantabria, familia emparentada con
los Basavilbaso, Sáenz, Miera, Trendelbourg von Blakenbourg, Temperley Knight,
Pérez del Cerro, García de Cossío, García de Zúniga, etc, etc. Su madre Juana
Aurelia, era hija de Manuel Arrotea Iranzuaga, estanciero rosista, Diputado y
Senador de la Confederación y hermana de otro Manuel, Diputado del Partido
Autonomista, Partido conservador que extenderá su poder hasta 1916. Partido con
el cual tanto Schiaffino como Ernesto de la Cárcova, ambos socialistas, no
tuvieron ningún problema de carácter ideológico y la pasaron muy bien de la
mano de la oligarquía roquista ilustrada.
Con la llegada del radicalismo, el socialista Eduardo
Schiaffino, luego de ser echado ruidosamente por el Ministro conservador Rómulo
Naón, se recicló en la diplomacia ocupando un nicho en Europa. En cuanto al
socialista Ernesto de la Cárcova, fue Consejal de la Ciudad y se dedicó a la
docencia artística, fundando la Escuela que lleva su nombre y que dirigí
durante doce años. Creación que fue resultado del enfrentamiento de dos
socialistas: Pío Collivadino y Ernesto de la Cárcova, los dos becarios en
Europa, en Italia, desde donde el verismo social y el postimpresionismo de los “macchiaioli”,
influirían enormemente. Enfrentamiento entre un militante socialista y dandy
del Ateneo, Ernesto de la Cárcova y un verista macchiaioli más cercano a la
Colmena artística, los Artistas del Pueblo y a la futura Escuela de la Boca,
Pío Collivadino.
“Sin pan y sin trabajo culpa de los judíos” nos podría
decir Don Ernesto, pero más allá de todo esto, es la comunidad la que elige las
obras que la representan en su memoria, más allá de sus autores y las
peripecias, de clase, suerte o destino que tuvieron al crearlas. Y “Sin pan y
sin trabajo” se merece por su espectacularidad patética y su simplicidad
elocuente el sitial del drama obrero, más allá de su Judío fundido en plata.
Investigación: Alfredo Benavidez bedoya.
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